Cada mañana, el fuego del fogón crepitaba mientras mi abuela calentaba el café en una olla de barro. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el humo de la leña, llenando la casa de calidez.
“Este es el mejor café”, decía, sonriendo mientras lo vertía en jarros desgastados. Mientras el sol asomaba, me contaba historias de su infancia, llenas de risas y amor.
“En cada sorbo, hay un poco de nosotros”, añadía. Esos momentos sencillos, con el sabor del café y la calidez de su abrazo, eran lo que más atesoraba.